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Cuando una institución invita a la artista brasilera Renata Lucas a realizar una muestra, debe saber que corre el riesgo de que el espacio en cuestión se vea conmocionado físicamente hasta el punto en que pueda incluso dejar de existir. Y es que resulta difícil encontrar alguna intervención que ella hay realizado sin modificar seriamente las salas  y los lugares de exhibición a nivel arquitectónico.

Quizás sea una persona con tendencia a la claustrofobia que no puede tolerar los sitios cerrados, podría dictaminar un psiquiatra, pero lo cierto es que desde sus primeros trabajos, Renata ha decidido transitar el camino de la instalación, de un tipo completamente transformador del espacio que la alberga y que excede y derriba los límites de las galerías.

En la primera exposición que realizó en una galería hace más de una década y gracias al dinero otorgado por un premio, intervino el espacio de modo en que construyó con paneles de madera flexibles que llegaban hasta el techo, una segunda sala zigzagueante que recortaba la original, modificando el tránsito por la misma.

Frente a la invitación de participar en una nueva muestra en San Pablo, el gran ventanal de la sala hizo llegar a Renata a la conclusión de que el paisaje que desde allí se veía era mucho más interesante que la sala en sí, así como el entorno urbano que la rodeaba. Su obra consistió entonces en construir una estructura de contrachapado que coincidiera de manera exacta con el cruce de calles ubicado en la esquina. Durante el tiempo que duró la exposición, todos los autos que transitaban por la zona debían atravesar esta instalación que aludía, de forma más directa, a las ofrendas rituales en honor a los antepasados que parte de la población sigue dejando aún en numerosas esquinas, principalmente en aquellos lugares en donde se realizan modificaciones urbanas y se abren nuevas calles. De manera más indirecta, la obra hacía referencia al gran cruce que da forma y contenido a la sociedad brasilera, surgida de un sincretismo de religiones y de una mezcla de etnias de poblaciones originarias, europeas y africanas. Una nacionalidad  emergida de la mezcla, algo de lo que los argentinos también sabemos un poco.

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Más extremo fue el caso más reciente en el que al recibir un nuevo encargo, hizo literalmente desaparecer a la galería. Rodeada por un barrio de casas bajas, y con un patio de fondo, Renata modificó su estructura interna y externa de manera en que se metamorfoseara con los negocios y casas más próximos del vecindario. Así, todos aquellos que se acercaran a ver la exposición, se encontraban que de repente, y según todos los indicios a la vista, la galería ya no existía más; el lugar físico que ocupaba había sido engullido por el contexto. Sobre la antigua entrada se extendía ahora la casa vecina y el resto del edificio constituía un estacionamiento perteneciente al taller mecánico ubicado en la vereda de enfrente. Una fuerte sensación de desconcierto invadiría a los eventuales visitantes de la muestra, quienes se habrán ido con la sensación de haber anotado mal la dirección, creyendo que se alejaban sin poder ver la obra.

Una relación particular de amor y destrucción se establece entre las galerías en donde se realizan todas estas instalaciones, y Renata Lucas. Ninguna de ellas sale indemne de su paso. Otra de sus experiencias la llevó a convertir a una galería en sólo un lugar de tránsito, creando un pasillo que condujera hacia el centro de la manzana en la que se ubicaba. Lo que hizo fue abrir aperturas en todas las paredes, y generar un pasillo transitable todo lo que le fue posible, por el interior del resto de las propiedades, atravesando un estudio de grabación y una residencia colindante.

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No deja de llamar la atención tanto las importantes inversiones que sus obras requieren para ser llevadas a cabo, siendo en ninguno de los casos vendibles a posteriori, excepto en forma de registro, como así también la predisposición por parte de las galerías y las salas de exposición que la invitan de ver modificados radicalmente los espacios, situación que aquí parecería inédita e impracticable por cuestiones económicas y cuyo riesgo difícilmente se animan a correr en más de una o dos instituciones.

En una de las ocasiones en las que Renata dejó de lado esta operación de intervención extrema del lugar de exposición, directamente anuló la entrada del público a la misma. Trabajando sobre un lujoso edificio de oficinas abandonado que se levanta sobre San Pablo, el cual por sus altos precios nunca encontró compradores, colocó cámaras de circuito cerrado por todos los pisos, cuyos monitores eran observables desde la entrada. Lo curioso es que cuando te detenías un rato a mirar lo que registraban esas cámaras de vigilancia, descubrías que entre los pisos derruidos y las escaleras a medio construir paseaban como si nada pasara panteras, monos, tigres, flamencos y todo tipo de animales salvajes, que según lo que las imágenes nos mostraban, en cualquier momento podrían llegar hasta la planta baja en la que los espiaba el observador y devorarlo.

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