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Numerosas leyendas e historias se tejieron a lo largo de los siglos para intentar justificar la existencia de una figura tan perceptiva de los caracteres y actitudes humanos, trascendental para la cultura occidental y universal, como lo es William Shakespeare. Resulta imposible para cualquier literato comprender que semejante excelencia se concentre en un corpus de obra emergido de una única persona y un único intelecto. Y los celos artísticos y la dificultad de escapar de la influencia de tan poderoso mito han favorecido las especulaciones.

De buenas a primeras me resulta difícil no entrar en desacuerdo con la desacreditación que la película Anonymous lleva a cabo con el más destacado dramaturgo/escritor/poeta de todos los tiempos, Shakespeare, presentándolo como un chantajeador, putañero y hasta asesino; en definitiva, un bribón que presta su nombre para que un integrante de la corte de la reina Isabel de Inglaterra, el Conde de Oxford, viabilice sus escritos sin deshonrar a su familia con la que es considerada como una baja afición.

La máxima personalidad británica jamás nacida es puesta en duda, cuestionando su autoría, pero en pos de una trama entretenida y apasionante que nos introduce en las famosas intrigas que supieron proliferar en toda realeza que se precie de tal.

Una curiosidad insana me provocó conocer cuál es la opinión del film del crítico Harold Bloom, quien ha dedicado buena parte de su vida a investigar, analizar y escrutar todos y cada uno de los textos que se adjudican a este inglés del siglo XVI, quien ha llegado a la conclusión de que Shakespeare fue aquel que inventó lo humano, tal y como seguimos conociéndolo; nuestras ideas en cuanto a lo que hace humana a la persona provienen de su pluma. Su  originalidad desmesurada es la que lleva a que todos nosotros hayamos sido reinventados por él, lo que constituye la autentica causa de su perpetuidad.

“Todo arte es político, sino sería mera decoración. Y todos los artistas tienen algo que decir, o de lo contrario harían zapatos”, postula el protagonista de la historia, el supuesto autor que escribe desde las sombras. La película, muy recomendable, introduce también este pensamiento: el arte no cambia el mundo, pero cambia mentalidades, promueve a la acción, despierta conciencias y deseos. El artista sólo importa en tanto vehiculizador de ideas, el nombre es arbitrario. Si el nombre era William Shakespeare o Juan Pérez, sólo importa para la sociedad de dioses paganos que la fama ha ido forjando.

“La adoración de Shakespeare debería ser una religión secular más aun de lo que ya es”, dice Bloom. En ese caso, debo admitir que peco de idolatría y me declaro su acólita.

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