Las jornadas de Arte y Estética «Misterio-Ministerio«, llevadas a cabo en la Universidad Torcuato Di Tella entre los días 16 y 17 de mayo, tuvieron como tema principal de las ponencias a la profesionalización de las artes visuales. Entre los invitados estuvieron Boris Groys (ver «Boris Groys visitó Buenos Aires») Chus Martínez y Diedrich Diederichsen. Reproducimos aquí una de las ponencias más interesantes, de Guillermo Machuca, crítico de arte y académico de la Facultad de Artes de Chile, quien ofreció un panorama del complejo estado actual del arte en su país.
Antes que nada quiero pedir disculpas por lo complicado y pretencioso del título de mi ponencia. Ni Roland Barthes en su época de mayor lucidez sería capaz de abordar semejante cuestión de manera mínimamente coherente. Hay que recordar que Barthes admitía un profundo tedio y angustia el tener que asistir a conferencias y mesas redondas. Como la mayoría de los títulos de la mayoría de estas ponencias, mesas redondas, tesis universitarias, incluso algunos artículos de reconocida profundidad académica, este pretencioso título funciona como un espejo del campo artístico global. Tienen en común una cierta ambigüedad que caracteriza a la producción artística contemporánea, en particular a la técnica del arte vanguardista y posmoderno, aquella que se vincula al arte corporal, al arte de género, al arte medial, al arte urbano, al arte relacional, los diversos activismos, al arte tipo ONG, y las diversas modas propagadas por las redes sociales, etc, etc.
¿Hay un artista profesional? Antes de continuar, debo confesar que ambas figuras me provocan un interés de tipo místico o espiritual; algo del viejo romanticismo influye en la formación de estas personas, como yo, realizada en feudos en los cuales el aprendizaje de cuestiones culturales y estéticas era concebido como una vocación, un piso, una obsesión, un pasatismo, un nuevo modo de vida, un necesario desapego de cosas materiales, no de televisores y lavadoras, sino de una promisoria ubicación que garantice la creencia ciega en ciertos ideales irrealizables. En fin, era concebido como una necesidad y no como una profesión, una carrera, un objetivo, una institución, un negocio, una disciplina que con una gran complejidad discursiva debe mostrar con posiciones académicas estar cercana a un saber científico o a aquellas ramas vinculadas a las demás ciencias duras.
El artista profesional es o debe ser un lúcido manejador de las tramas que componen el circuito artístico, debe confiar plenamente en las bondades de una obra perfectamente adecuada a los temas de moda que circulan en el contexto del arte local y mundial. Debe tener un programa, nada de improvisación, nada de hippismo bohemio; debe saber redactar un proyecto, debe vestirse de tal o cual forma, debe tener un contacto fluido con los agentes o intermediarios de su campo de acción profesional. Para esto, lo ideal es que su carrera se vea coronada con su participación en las más importantes bienales del orbe, pero sobre todo si su rostro y su obra han sido seleccionadas para ocupar un lugar en las corporaciones como Saatchi, o su obra es adquirida por los mejores coleccionistas y museos de la Tierra.
Total, la carrera artística del artista profesional debiera parecerse a la carrera de un tenista profesional. No basta con ganar en un torneo ATP de baja monta, hay que llegar a la final de los Super 9 o a la última instancia del torneo nacional. Es decir, el proceso que significa participar en una muestra cualquiera a participar en la Bienal de Venecia o en la Documenta de Kassel.
¿Pero qué había antes del artista profesional? Otro tipo de artista, el convencional, que se identifica con un arte supuestamente crítico, inaugura una vanguardia y que considera que su producción estética es el resultado de una estrategia de mercado, como la carrera de un tenista profesional; que el sentimiento es un asunto despreciable y hippie, sobre todo después de sancionar la falta de validez del artista borracho (por más que muchos artistas profesionales también lo sean), reventado, perdedor, tísico, maloliente, irreverente, suicidado bajo el ahorcamiento de oscuros favores decimonónicos, o con la oreja mutilada, el hígado hinchado, los pulmones colapsados, escupiendo sangre, visitando prostíbulos de baja monta; todas imágenes abyectas indignas que han sido por suerte superadas por una clase de artista más exclusivo, más familiar, que paga el colegio y la universidad a sus hijos, y que se encuentra perfectamente entrenado y capacitado para redactar una tesis universitaria, llenarse de posgrados, que se vista a la moda, con un complejo más cercano al de Peter Pan que al de Rimbaud, que se para sumiso y sonriente en las inauguraciones al lado de los más importantes galeristas, coleccionistas, curadores, periodistas culturales.
Volvamos a la pregunta anterior, ¿qué había antes del artista profesional? Repasando la historia del arte, este modelo se da desde sus inicios, el Renacimiento es una prueba de ello: el artista comienza su vida profesional cuando tiene la posibilidad social de conectarse con los poderes políticos y empresariales, algo que un artista como Warhol renovó en el pop rock americano al establecer vínculos con gente como Jackie Kennedy, Truman Capote o Peggy Guggenheim. El poder del dinero político y también empresarial acompañó al arte bajo diferentes disfraces, pero también estos poderes se cubrirán durante cuatro siglos con los significados trascendentales de la ideología cristiana y de los mitos proyectados por el pasado grecorromano. Todo esto cambió, y de ahí en adelante el modelo de artista cortesano o a la manera de un Leonardo, un Miguel Ángel o un Bonnard empezó a ser cuestionado por la imagen del artista rebelde, como por ejemplo Courbet en Francia.
En Chile esta profesionalización del arte tuvo sus comienzos con la Academia de Bellas Artes de 1849, cuyo primer director fue el italiano Alejandro Cicarelli. Siempre he comparado a la pintura de Cicarelli acerca de la “Ciudad de Santiago desde Peñalolén” con “Buenos días señor Courbet”. Acá encontramos dos modelos de artista: uno ultraacadémico, vestido de gala pintando un paisaje tercermundista; otro perteneciente a la burguesía francesa pintando un paisaje que sigue las reglas de etiqueta que la academia de la época exigía. Nos encontramos con dos modelos de artistas, el incongruente y el refractario. También hay que celebrar que los artistas jóvenes refractarios suelen ser con los años incongruentes. Por supuesto, eximiendo a aquellos que se suicidaron o murieron jóvenes como Van Gogh, Rimbaud o Seurat.
Este proceso de división entre los artistas de vanguardia y los artistas académicos identificó una dialéctica de las vanguardias del siglo XX de manera brutal. En Chile, el artista diplomático, aristocrático, de salón, al servicio de la oligarquía, la República o el Estado, comenzó a hacerle frente al artista de clase media y popular emprendiendo una apertura del arte a la vida pura y al espacio político. Existen varios ejemplos al respecto, todo tiene que ver con el hecho de cómo el artista se representa en su oficio: o se representa cortesanamente o se representa en una buhardilla apestosa de humo y alcohol, o se representa con el puño levantado agitando a las masas; o se representa en un estudio anglosajón, con el pelo teñido de blanco, la cara maquillada y acompañado de gente tan diversa como ladrones callejeros, prostitutas de bajo fondo, lesbianas asesinas, homosexuales acicalados, rockeros perdedores y exitosos, gente del jet set, en una global coreografía del arte cortesano bajo las modas de la cultura de masas, por supuesto me refiero a Warhol.
Antes de que apareciera Warhol, se podían citar otras clases de modelo de artista, por lo menos tres, que también son profesionales, aunque previos a la consolidación de las universidades y de las academias respectivas: el excéntrico Dalí, el taurino Picasso y el rebelde Jackson Pollock. Así se conjugan artículos de chinchillas, moscas artificiales, castillos paradisiacos, deseos eróticos impenitentes (se decía que Picasso se arrojaba sobre cualquier fémina que osara entrar a su habitación), torsos desnudos a pesar del frío, drogas y alcohol, Alzheimer, ataques al corazón, y muertes en accidentes automovilísticos catárticos.
Tenemos entonces el modelo del artista cortesano, incluyo aquí el artista aristócrata y al de la cultura de masas, al comprometido, no importa su causa, al activista, no importa su causa, al militante, no importa su causa, al bohemio, al autodidacta, al académico, al farsante, al impostor. Pensemos en el autodidacta y el académico, me sirvo de ambos para hablar de la situación del arte en mi país. El curador cubano Gerardo Mosquera ha sostenido que el arte chileno sufre de un mal endémico: que es en exceso intelectual. Los artistas realizan obras demasiado densas que necesitan un mamotreto de referencias académicas. Las razones de aquello es que casi la totalidad de artistas chilenos son universitarios, la mayoría para subsistir da clases en la universidad. Los autodidactas están incapacitados para establecer redes de contacto y poder. Un caso ejemplar es el artista autodenominado Papas Fritas, cuya obra al no ser universitaria resulta más puntuda y provocadora que la de sus pares. El arte chileno neoconceptualista le tiene pavor al placer visual, pero a su vez simula poseer una espesa inclinación teórica. En el fondo no produce ni pensadores ni artistas.
Hace algunos meses el artista francés Christian Boltanski comentó frente a unos entusiastas y aplicados estudiantes de arte chilenos que le parecía comiquísimo que el arte se enseñara en una universidad, ya que para él el arte verdadero no puede ser enseñado, no puede ser reducido a fórmulas; significaría el peor kitsch posible, es decir, que la fórmula supera la forma.
El arte académico neoconceptual de mi país es un arte de formularios, de fórmulas, de estereotipos. Trabaja problemas muchas veces innecesarios. Este peligro es el que Mosquera detectó en la escena chilena, malsana influencia del modelo anglosajón a nivel global, que estandariza el arte, que se convierte en un saber universitario. El artista ya no es un escéptico aventurero de imaginarios posibles sino un aplicado redactor de formularios que sabe justificar los fundamentos teóricos de su obra, que sabe manejar a los estudiantes en el taller torturándolos con sesiones surrealistas, que sea optimista y positivo frente la bondad ofrecida por el circuito artístico aunque a veces pasado largo tiempo, producto de la cruel competencia existente en el núcleo profesional.
Esta intensa cofradía entre arte y enseñanza de arte se encuentra en sintonía con diversos estímulos ofrecidos por el Estado y empresas privadas. Existen más de un centenar de lobos hambrientos tras un famélico y añoso cuadrúpedo al que hay que cazar.
El botín obviamente no alcanza para todos. Por ello, se necesita de redes de protección perfectamente articuladas, profesores devenidos en jurados de concursos públicos, alumnos que han sido sus ayudantes, nepotismo y amiguismo que no sólo envuelve el campo de la cultura sino también el campo de la política. Pero hay un problema más grave, que muchos de estos fondos se van para financiar las agendas presupuestarias de las galerías comerciales y de las salas dependientes de empresas multinacionales, de cervezas y hasta celulares, la mayoría con directorios comités o consejos asesores conformados por gente del Opus Dei.
Como supondrán, la profesionalización académica del arte ha terminado adoptando la autocensura, incluso antes de la censura real. Termina por favorecer un arte crítico aunque completamente vaciado por el uso de un formalismo neoconceptual timorato, blanqueado y autocastrado. Cuidado a la hora de meterse con los temas religiosos, sexuales, políticos, sociales, pero sobretodo con insolentarse con las empresas privadas.
Para terminar, tengo dos anécdotas protagonizadas por dos obras de Juan Domingo Davila y un evento social organizado por el coleccionista chileno Juanito Yarur.
El primero provocó un escándalo en 1994 mostrando una imagen del prócer Simón Bolivar con rasgos negroides, un par de turgentes tetas, caderas voluptuosas, un gesto manual callejero. El prócer aparecía montado sobre un pastiche visual compuesto por un caballo que recordaba una pintura de Mondrian inacabada. El motivo del escándalo fue que esta insolente imagen haya sido financiada por fondos públicos. En Chile se llama Fondart a esta altruista manera de financiar a los artistas. ¿Cómo se puede ofender los valores latinoamericanos con plata de todos los chilenos? Antes nos faltó una categoría, la del artista puntiagudo, que busca el escándalo, donde no habría más que una respuesta de ofendidos políticos conservadores, ñañosas señoras provenientes de sociedades bolivarianas. Dos años después expuso en una sala ministerial la obra “Rota”. La palabra alude al “roto” chileno, nuestro personaje popular, un desprolijo sujeto campestre y citadino, vestido con pantalones remendados, obscenas havaianas que exhiben los pies llenos de callos y de tierra, con una carencia de piezas dentales, pícaro y soldado aguerrido.
La autocensura después de esto ha ido en ascenso, no es bien visto portase mal, no es bien visto hacer lo que hizo Carlos Leppe en la Bienal de París de 1982, comerse 4 tortas de crema y luego vomitar en el baño de la Bienal. Nosotros tenemos la responsabilidad de ser internacionales, globales, educados, debemos hablar bien el inglés, tomar champagne en las inauguraciones y ser muy cool. Como buen chileno, ser más primermundista que la gente del Primer mundo.
Con este glamour hemos conocido a un coleccionista chileno, hijo de un difunto millonario que le legó una poderosa fortuna para satisfacer sus más profundos caprichos. La cultura por supuesto es parte de estos caprichos costosos de mantener, sobre todo si hay que combinarlas con fiestas ofrecidas al jet set criollo. El año antepasado Juanito Yarur presentó su colección privada en el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago, dependiente del estado chileno. En la inauguración no escatimó gasto alguno, hubo desfiles de moda, champagne, música electrónica, un ambiente infecto a la moda hipster y en segundo lugar, una colección compuesta por artistas internacionales y locales. De los internacionales había obras de algunos chicos y chicas malas del sistema oficial del arte, Koons, Tracy Emin, Nan Goldin, entre otros. Los chilenos eran más fríos, más académicos; a nadie jamás se le hubiera ocurrido mostrar como a Tracy Emin en otro contexto, una cama donde se practicó un aborto. Tampoco nadie se hubiera casado con una actriz porno como Jeff Koons. Los artistas escogidos por Yarur dos décadas después pertenecen a la misma clase social. Ahora tal vez producto del actual sistema de arte académico y ferial, las tetas de Davila, los vómitos de Leppe, han sido reemplazados por minimalistas construcciones vaciadas de sentido, exposiciones con bolsitas de agua, estetizantes fotografías que hablan de los no lugares y los espacios públicos. Este es el verdadero deseo que había en la idea en la colonización: en Chile está de moda la posible internacionalización del usuario, que las obras pierdan el cuerpo y que anulen su densidad periférica en la limpieza de un arte adaptado al primer mundo. Un anhelo de siempre de la cultura chilena, que la copia sea más original que el original.