La representación de una ciudad por excelencia, la más difundida y generalizada, es la del plano, un gráfico que nos permite visualizar geométricamente y sin mucho detalle, la forma que adquiere un ejido urbano, como si fuera visto desde una posición aérea que lo sobrevuela.
En esta obra del año 2003, Macchi toma uno de estos planos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, recortando/calando cada una de las manzanas que lo componen para finalmente no dejar más que un esqueleto que apenas guarda relación con su fisonomía original.
Su obra vacía de contenido la ciudad. Lo único que queda de ella son sus calles y avenidas, arterias de circulación que permiten la movilidad dentro de la misma. Esta ha sido, ni más ni menos, una característica básica de los últimos dos siglos, en el momento de diseñar el trazado de la malla urbana: lo importante es circular.
Este planteo se encuentra presente en el urbanismo desde el siglo XIX, cuando el incremento de los medios de transportes y otros factores sociales llevaron a transformar el diseño de las calles. El gobierno francés fue un pionero en el asunto, cuando Napoleón III contrató al Haussmann para rediseñar la ciudad, con el objetivo de obtener mayor fluidez en el tránsito y evitar la posibilidad de que se armen barricadas en su contra gracias a la construcción de numerosas diagonales y anchos boulevares.
Como señala Eduardo Rinesi en “Bs. As. salvaje”, el desplazamiento por la ciudad se convierte en un valor de uso. Lo que prima es el afán de circulación y de velocidad; “deja de ser una obra a disfrutar para convertirse en una pista a recorrer, cuando no un obstáculo a superar”. Es una ciudad sometida a la lógica del movimiento y de la velocidad.

En la obra de Macchi no hay mobiliario urbano ni los espacios verdes que suelen señalarse en los planos. La interacción social se anula, ya que todo se convierte en un lugar de paso y no es posible establecerse en parte alguna. Me lleva a recordar las palabras de Jesús Martín Barbero, cuando menciona al respecto: “cada día más de flujos, de circulación e información pero cada día menos de encuentro y comunicación”. Cada día más velocidad y menos disfrute urbano.
Se facilita la circulación pero también el desencuentro; los caminos rápidos que atraviesan la ciudad intentan facilitar el tránsito vehicular pero evitan la comunicación con el otro. Para Lefevbre, la urbanidad “supone encuentros, confrontaciones de diferencias, conocimiento y reconocimiento recíprocos, maneras de vivir, patterns que coexisten en la Ciudad”.

Aquí ya no hay marcas que denoten una historia, sólo nos enfrentamos con un damero hueco, una estructura fría, inhabitable. Es una ciudad vaciada de historias, de significantes, de espacios privados, de monumentos y de habitantes.
Los nombres de las calles se mantienen, pero parece inútil, ya que no conducen a ninguna parte más que a otras calles también vacías. Es nuestra ciudad, pero podría ser cualquier otra; las manzanas geométricas podrían superponerse a cualquier otro plano y obtendríamos el mismo resultado con variantes ínfimas.
Macchi parece darle la razón a los culturalistas que planteaban a la ciudad como un estadio de la sociedad que llevaría a la anomia, al anonimato, a la indiferencia. La urbe se convierte en un lugar de paso, ya no hay donde quedarse, donde ingresar, sólo se la atraviesa, se la recorre.
Pero tal vez ese vacío es también una oportunidad, nos da la posibilidad de volver a empezar, de llenarlo de nuevas experiencias, arquitecturas y deseos. Porque de eso está compuesta también una ciudad, no sólo de calles y construcciones, sino de la gente que la habita y la resignifica de manera constante a través de su accionar.