El arte y la arquitectura son dos ramas de las artes que desde su surgimiento se encontraron profundamente relacionadas. Se complementaron y retroalimentaron una a la otra. Las construcciones se poblaron de obras de arte (murales, frescos, esculturas, cuadros); las representaciones dentro de las pinturas se situaban en contextos identificables previamente edificados (iglesias, catedrales, palacios, hogares, ciudades).
Hasta hoy en día, el nexo entre estas dos disciplinas no deja de estar presente y un ejemplo de este vínculo es El cuadro roto. Así se llama la muestra que inauguró el 16 de julio en el Centro Cultural Recoleta, conformado por obras de Estanislao Florido, Federico Villarino, Nadia Martinovich y Diego Mur, sobre un proyecto de Graciela Taquini.
En una sala predominantemente dedicada a la fotografía, nos sobresalta al ingresar una oleada de pintura. Los cuadros no están rotos, pero sus soportes están fragmentados en algunos casos; en otros, alcanzan formas más insólitas, escapando del cuadrado/rectángulo al que la técnica pictórica nos tiene acostumbrados.
Un profundo interés por las arquitecturas de los contextos que nos contienen, ya sean urbanos o naturales une a la obra de estos pintores. En los paisajes próximos a la metafísica de Florido, se despliegan estructuras, que además de establecer lazos con otros artistas de la historia del arte, se ubican en un hábitat único. Los pequeños marcos irregulares que albergan a estos paisajes no parecen suficientes para sostenerlos, lo que detona su reproducción y escalada en lo alto de una pared, como hormigas gigantes que planean apoderarse de la sala.
Escapándose del espacio ficticio de la representación, estas arquitecturas aizemberianas, toman por asalto la ciudad de Buenos Aires, camuflándose entre las torres de Puerto Madero. Y como el espacio terrestre resulta pequeño, las lleva también por la luna. En uno de sus videos de animación aparece nuestro satélite poblado por robots que dibujan graffitis sobre su superficie o intentan llevar a cabo la fabricación de la famosa torre de Tatlin, el monumento a la Tercera Internacional comunista que jamás encontró concreción sobre el planeta Tierra.
Nadia Martinovich usa como soporte tablas de maderas unidas entre sí, probablemente extraídas de algún edificio en construcción, para mostrarnos una arquitectura en constante expansión, que ya no deja espacios libres en la ciudad, sino que aprovecha cualquier lugar vacío para extenderse hacia arriba y generar una nueva torre de departamentos. El hacinamiento y la sobrepoblación acosan a los espacios urbanos, mientras que los rurales quedan cada vez más y más abandonados, librados a la mecanización que resuelve su explotación, con una necesidad en disminución del trabajo humano.
Federico Villarino es justamente quien nos permite escaparnos de estas urbes sobrecargadas de gente e información y tomarnos un respiro en un espacio verde, de naturaleza en apariencia salvaje, sobre la cual flotan figuras aun no materializadas. La geometría se desplaza en el espacio, delineando armazones en movimiento que surgen como resultado de razonamientos matemáticos y por qué no, mágicos, cuya información emite vibraciones que resuenan en nosotros.
Diego Mur nos invita a recorrer arquitecturas imposibles, con decenas de escaleras que no conducen a ninguna parte (o a demasiados lugares a la vez). Sus tonalidades intensamente flúor, simulan una iluminación de luz negra, que resalta sólo algunos colores, mientras otros quedan en las sombras, cambiando nuestra percepción cotidiana. Estos escenarios en apariencia inhabitables, no dejan de resultar tremendamente atractivos para iniciar un recorrido por sus superficies, aunque más no sea con la vista.
El cuadro se rompe para que no sólo se pose pasivamente sobre las paredes, sino para dejarle paso al espacio que las rodea, para interpenetrarse y determinarse mutuamente. Esta exposición, a la que le queda pequeña la sala que le fue otorgada, desmiente aquello que tantas veces se ha dicho en los últimos tiempos. La pintura no solo no está muerta, sino que está más viva que nunca.
Centro Cultural Recoleta
Hasta el 3 de agosto