En la pasión que hierve en los estadios de fútbol están en combustión todas las fuerzas íntegras de la personalidad: religión, nacionalidad, sangre, enconos, política, represalias, anhelos de éxitos frustrados, amores, odios, todo en los límites del delirio, en fundida masa ardiente.
Ezequiel Martínez Estrada
No podemos elegir el lugar donde nacemos, el idioma que hablamos, el color de nuestros ojos, diversos rasgos que conforman nuestra identidad. Pero hay uno que sí, uno que elegimos desde chicos y que no vamos a cambiar nunca más: el equipo de fútbol. Nos enamoramos de unos colores, un estadio, una camiseta que vamos a llevar siempre bajo la piel; nos volvemos sensibles ante cualquier comentario relacionado, que tomaremos inevitablemente a título personal, como si al hablar de nuestro equipo, nos tocaran lo más preciado, una parte de nuestra vida y personalidad.
Ezequiel Suranyi indaga en sus fotografías la construcción de identidad que se genera en torno a un club de fútbol, en cómo la herencia está presente muchas veces en esta elección que puede transmitirse de padres a hijos, de tíos a sobrinos o entre hermanos. Siempre queremos convencer a las personas más cercanas de que se unan a nuestra pasión y la compartan.
Dicen que el tiempo de los rituales ya pasó, que descreemos del pensamiento mágico, que vivimos en una sociedad racional y ordenada donde todo tiene una explicación científica. Todos aquellos que suelen presenciar los partidos de su equipo semana a semana, saben que nada de esto es cierto, que la pasión no se puede explicar racionalmente, que todo es pura cuestión de fe.
La religiosidad de épocas anteriores cambió de nombre, pero la esencia sigue perdurando con nuevas formas. Depositamos nuestras creencias y plegarias en esos once hombres que encarnan a los nuevos apóstoles. El lugar en donde este ritual se celebra está bien definido: transcurre dentro y en los alrededores del estadio y allí es donde se desarrolla el trabajo fotográfico de Ezequiel Suranyi. Nos muestra el carácter sacralizado del campo de juego antes de que el enfrentamiento se inicie y los jugadores salgan a escena. Se percibe en la atmósfera contenida la impaciencia porque el balón comience a rodar; las esperanzas, la ilusión, la necesidad de dominar el azar. La enorme carga simbólica y emotiva del evento está latente a cada paso.
Sin embargo, casi nunca llegamos a ver a los jugadores en acción, sino que en foco se centra en todo aquello que se genera en torno a ellos: la ansiedad de los espectadores, la venta de alimentos, los personajes históricos que unen su vida a la del equipo de sus amores, las construcciones arquitectónicas de los estadios o los clubes de barrio, el césped recién cortado, los potreros. Las fotografías no se limitan al ámbito local, podemos recorrer en ellas estadios de diversas ciudades del mundo para llegar a la conclusión de que el fútbol constituye un juego universal que parece invadirlo todo.
El grado de participación y protagonismo de los espectadores es muy grande en un partido y Suranyi equipara en un mismo nivel a los jugadores y al público. Ambos intervienen de igual a igual en esto que deja de ser un espectáculo para seguir los pasos del ritual.
Los hinchas llegan y despliegan sus banderas, los trapos, emblemas de su fidelidad donde inscriben el lugar de origen y dejan en evidencia las distancias recorridas para poder estar presentes respaldando al equipo.
Escribiendo un recorrido mítico, miles de hinchas de River Plate recolectan y cosen la bandera más larga del mundo, la cual será desplegada en multitudinaria ceremonia, y elevada en peregrinación hacia el campo sagrado. En el pueblo persiste la misma actitud épica que impregnaba las antiguas historias.
El festejo se prepara, los papelitos vuelan por el aire. El territorio está delimitado y los oficiantes del rito se disponen ya a ocupar sus puestos.
* El presente texto formó parte del catálogo de la exposición «De amor, locura y fútbol», de Ezequiel Suranyi en el Museo River, curada por Evelyn Marquez.