Una cuestión que siempre me llamó profundamente la atención en relación al género de la historieta, es su sistema de comercialización, proporcionalmente opuesto al del mundo del arte, con el que me encuentro más familiarizada.
Walter Benjamin se anticipaba ya por 1935 en su famosísimo ensayo “La obra de arte de la época de la reproductibilidad técnica” a cómo los nuevos medios tecnológicos que hacían aparición con gran velocidad influirían en el mundo artístico, dejando de lado la importancia aurática del contacto con el original de la obra. Con el paso de los años, Internet llevó esto al paroxismo; ni siquiera tenemos que aproximarnos al espacio de exhibición, sino que podemos ver las obras cómodamente en nuestra casa y hasta recientemente hizo su aparición la primera bienal virtual de arte, a la que podemos ingresar sin movernos de la cama.
Sin embargo, la obra de arte original ve como los precios se incrementan año a año, los coleccionistas se siguen disputando su apropiación en las subastas y el mercado artístico internacional maneja cifras imposibles de calcular. A pesar de tendencias como el arte conceptual que intentaron evitar que esta comercialización se llevara a cabo, al arte no ha perdido un ápice de su consideración como objeto precioso que impulsa a su adquisición y exhibición.
¿Pero qué pasa con un arte que es pura reproducción, que no es sólo que se vuelve más accesible a través de otros formatos, sino que su existencia pasa únicamente por estas reproducciones? Hablamos de la historieta, un género que (para mí, injustamente) muchas veces es tratado como menor, tanto dentro del campo literario, en relación al texto, como en el campo artístico, en cuanto dibujo. Sin embargo el reguero de aficionados se potencia día a día, evidencia que queda a la vista en la convocatoria de público que sus hacedores generan en cada edición de la Feria del Libro o de las numerosas ferias especializadas que se propagan por todo el país.
Lo que importa en la historieta, lo que se ve, lo que se difunde, lo que se reproduce y transmite es la edición que de ella se hace, ya sea por medios gráficos o en libros. Todo llega por intermedio de la reproducción, mientras el original duerme en algún cajón del dibujante que lo creó, convirtiéndose en un objeto prácticamente anecdótico. Ni siquiera ante la muerte de estos artistas, raramente considerados como tales a pesar del acentuado talento de muchos de ellos, estos originales tienen un valor mayor al de poder ser recopilados para editar algún libro inédito.
La historieta sigue el camino inverso a las artes plásticas más tradicionales, en las cuales es el original de la obra el que tiene un valor incalculable, fetiche, y en las cuales los ingresos le llegan a los artistas principalmente a través de su venta, sumando el hecho de que en caso de tratarse de fotografías, videos o grabados, ven reducido su valor en función de la cantidad de copias realizadas. Los ingresos de los ilustradores o humoristas gráficos se encuentran en cambio en dependencia de la venta de sus reproducciones, mientras obsequian los dibujos originales o los atesoran. Me resulta muy curioso el contraste.
Más allá de las cuestiones comerciales, si bien la historieta se ubica en un espacio más próximo al literario, su valor visual me parece inmenso e interesantísimo, como testigo y manifestación de cada época, y como un poderoso aporte al imaginario visual de una cultura.