¿Qué lleva a un fotógrafo, en la década del 70, a considerar como tema digno y factible de fotografiar a una serie de objetos banales, cotidianos y aparentemente escasos de significación, como pueden ser los cables de los que pende una lamparita, el interior de un horno o el contenido del congelador de una heladera?
En una época de tecnología analógica, donde sacar fotografías era un hecho mucho más meditado y selectivo por los costos que implicaba, aunque solo sea para poder ver el resultado final de la toma, esta despreocupación por retratar objetos vulgares podría ser vista como un desperdicio de dinero. Pero sin embargo, William Eggleston, a quien nos estamos refiriendo en esta introducción, no sólo no lo consideró de esta manera, sino que la convirtió en una de las vertientes principales de su trabajo fotográfico.
Mucho le había costado a la fotografía ser considerada como un arte tan legítimo como los demás y comenzar a formar parte de la programación y las colecciones de los museos. Probablemente una obra como la de Eggleston haya resultado por lo menos chocante para aquellos que querían insertarse en el mundo artístico con tomas de elaboración más planificada.
No obstante, más allá de la rareza que estas fotografías constituían, mientras Williams trabajaba en ellas, hacía ya una década que Warhol había hecho de la banalidad su bandera, ocupándose en sus obras de temas considerados absolutamente profanos.
Considero que las cualidades sonoras no son de modo alguno excluyentes de las artes musicales. Si bien presentes ya en la interioridad del espectador, toda una variedad de sonidos, ruidos y melodías pueden desprenderse de una imagen visual en apariencia muda, ya sea por lo que ellas representan o por lo que remiten en la biografía de quien las ve. El sonido que desprenden las fotos de Eggleston, es para mí netamente el del silencio. El silencio de las calles vacías de un pueblo a la hora de la siesta; el silencio de los autos estacionados esperando que su dueño vuelva a revivirlos, la tranquilidad del porsche del chalecito californiano típico de película al caer el sol.
Al igual que los objetos inanimados, las personas que protagonizan sus fotografías suelen tener el mismo elemento en común, poseen una quietud que los caracteriza. Estas personas nunca miran a la cámara, nunca sonríen, nunca parecen estar demasiado activos, ni siquiera a punto de moverse. Parecen más bien congelados en un instante de inactividad, pensativos, tratando de recordar el movimiento que debería venir a continuación en un permanente estado de stand by.
Difícilmente pueda calificarse de banal o superfluo un registro tan pormenorizado por su grado de detenimiento en los pequeños detalles, como el que él nos deja de Estados Unidos, una Norteamérica sureña profunda, alejada de las ciudades repletas de rascacielos y corporaciones que por los años 70 ya plagaban ambas costas del país. Atuendos de la época, marquesinas, calles, arquitecturas, costumbres, son algunas de los signos que se desprenden del análisis visual que nos propone.
Un elemento significativo y que aparece de manera muy patente y reiterada en sus fotografías es la afición por las armas profesada por buena parte de los norteamericanos. Armas de todo tipo se hacen presentes en numerosas obras, ya sea en forma de escopetas de caza, adornando la pared de un living o en un manual explicativo que un niño lee con la misma o mayor atención y naturalidad que si estuviera estudiando un libro escolar.
Si sus fotos no son preparadas con antelación, no hay escenarios imponentes ni protagonistas posando; no ocurren sucesos extraordinarios o llamativos y su carácter documental no es para nada literal, ¿en qué reside el interés de sus fotografías?
Uno de los factores que detonan su atractivo es claramente el color. Tonalidades vibrantes componen sus tomas, donde la saturación es notoria, en un momento en que la fotografía a color comenzó a difundirse y muchos artistas decidieron resguardar sus fotos al amparo que el blanco y negro aun podía suministrarles, lejos de la vulgaridad del colorista.
El autor parece también verse seducido por las composiciones en las que hace foco, en algunos casos quizás, generadas especialmente, pero que en la mayoría de las veces resulta de una suma de elementos encontrados al azar. Adueñándose de la operación de Duchamp con los readymade, donde el hecho de que un artista seleccione un objeto industrial y lo saque de contexto provocaba su devenir en un objeto artístico por la sola existencia de esta decisión previa, Eggleston considera que cualquier objeto cotidiano puede formar parte de y protagonizar una fotografía artística, no por eso generando un resultado menos interesante.
De esta manera, la fotografía del interior de su freezer se convierte a su vez, no sólo en un motivo artístico por decisión del artista, sino también en un acabado autorretrato dentro de la técnica fotográfica. ¿Dónde consta que un autorretrato debe limitarse a una cara, un perfil o un cuerpo entero? Somos lo que comemos, dice un famoso proverbio oriental, entonces esta imagen podría ser capaz de develarnos mucho más de la personalidad del autor que un primer plano de su rostro. Eggleston escapa así de la literalidad del género, proponiendo una nueva forma de plantearlo. Sus objetos y escenas fotografiadas son cotidianas, habituales y hasta obscenas por lo crudamente explícitas. De lo que podría estar segura es que no podría decirse de sus fotografías aquella famosa frase que aplicó Warhol a sus propias obras, al afirmar que no había que buscar nada detrás porque todo su contenido se hallaba ya en la superficie.